Otra historia para Francisco
Francisco M. sabía ahuecar muy bien la voz
cuando quería,
hasta dar miedo incluso sabía.
No dejaba avanzar la desidia
ni una cuadra más, por donde tú y yo sabemos
que antes paseaban los pachucos con su cara aguerrida,
con su risa altanera, escandalosa,
y su cara de memos con guantes.
Francisco decidió alejarse de aquello
para fabricar telares en las llanuras de la Atlántida.
Luego, meses después,
pasó a dedicarse a la siembra de cierta planta aborigen
de propiedades ingratamente asombrosas.
(Francisco, el cuentista de Francisco,
iba persiguiendo
anhelos inexistentes
como quien deshace una porción de sí mismo para buscar algo nuevo.)
Yo dudo de si alguna vez Francisco,
tras catalogar cada brizna del Amazonas
y dedicar largos meses
a la interpretación del canto de las aves migratoas,
sentía una desaforada pasión
por los canchales de la frontera oceánica,
una leal propensión a deshacerse del tiempo que todo lo ataca,
o ambas cosas.
Luego Francisco, después de los trigales,
los canchales desaforados,
las brisas aéreas
que recorren el Amazonas y la Atlántida,
adquirió un viejo coche,
a módico precio,
y visitó las inmundas ciudades
con expresión enamorada y abstracta,
para observar a los hombres que emergían,
esporádicamente, de los suburbios,
las torres alzadas como bloques herméticos,
la mirada lejana de un niño que pintó un ratoncito
y tantas cosas...
practicando el tiempo por probar de todo.
13 de junio de 1994